Tema del mes Una luz que viene del campo

”El campo, con sus estilos de vida calmos, se prende aún ampliamente a la cultura tradicional y, de modo especial, a la familia, en las cuales sobreviven comportamientos otrora modelados por la influencia cristiana”

Nelson Ribero Fragelli

Las elecciones realizadas en los últimos meses en importantes países revelan un comportamiento ideológico diferente entre la población de las grandes ciudades y del campo. El voto conservador fue dado sobre todo por el campo. Las grandes ciudades se inclinan por la izquierda.

En los Estados Unidos, Donald Trump fue claramente derrotado en grandes ciudades como Miami, Detroit, Nueva York, Cleveland. La victoria, sin embargo, le fue asegurada por las zonas rurales. Su adversaria, Hillary Clinton, de posiciones socialistas y particularmente antifamilia, venció ampliamente en las megalópolis modernas.

Meses antes de las elecciones norteamericanas, en junio de 2016, el Reino Unido manifestaba en un plebiscito su decisión de abandonar la Unión Europea (UE). La UE, propulsora de un comunitarismo caótico y de un multiculturalismo igualitario, viene ocultando afanosamente las raíces cristianas del Viejo Continente. Las izquierdas se regocijan con este encubrimiento. Los conservadores lo lamentan. El mismo fenómeno americano fue observado en las urnas británicas: la capital inglesa y las grandes ciudades votaron por la permanencia en la UE. Pero el voto conservador del resto del país dio la victoria al Brexit (abreviación alusiva a la salida del Reino Unido de la UE: “British exit”). Los súbditos de la reina Isabel II siempre se jactaron del mayestático aislamiento insular y las tradiciones culturales característicamente británicas encumbradas por la más prestigiosa de las coronas. ¿Multiculturalismo? El suelo británico lo rechazó.

Panorama del Piamonte, región situada al norte de Italia


Zonas rurales: más vinculadas a la tradición cultural y a la familia

El campo es conservador. Pues está mucho menos sujeto al sucederse ininterrumpido de nuevas modas y nuevos estilos lanzados en las grandes ciudades, donde todo corre velozmente, menos la reflexión.

Difícil es pensar en medio del afán de las inmensas concentraciones de población. Aturdido, el pensamiento del hombre de ciudad, para convencerse de que aún existe, recurre a las ideas fabricadas por los medios, que vierten sin parar torrentes de informaciones, hechos, noticias, cuyos comentarios uniformizan las opiniones. El campo, en cambio, con sus estilos de vida calmos, se prende aún ampliamente a la cultura tradicional y, de modo especial, a la familia, en las cuales sobreviven comportamientos otrora modelados por la influencia cristiana. Es en familia que el pensamiento se perfecciona y adquiere autenticidad.

En la vida de campo se habla menos, pero se piensa más. Es donde se encuentra hoy la “mayoría silenciosa” de las naciones occidentales. Silenciosa y conservadora, que no le gustan los cambios. ¿Para qué cambiar, dirigiéndose siempre hacia reformas inciertas?, argumenta esa mayoría, con desconfianza de los medios y de los riesgos que trae toda transformación. Con desconfianza, por lo tanto, del berrinche de la izquierda, pues izquierda es sinónimo de agitación.

Siendo silenciosa tal mayoría, a ella no le agrada, por lo tanto, quien da berridos y agita.

Acabamos de ver, por la distribución territorial de los votos en las recientes elecciones, que la “Francia profunda” no se encuentra en París ni en las otras metrópolis; ella está en las zonas rurales. (Una gárgola mira a París desde lo alto de las torres de la Catedral de Notre-Dame)

Circunspección del hombre de campo

Papa Pío XII

Es ilustrativa en tal sentido una consideración del Papa Pío XII, en discurso a la Confederación de Agricultores Italianos (29 de febrero de 1952).

“El hombre de campo, más reflexivo que el hombre de ciudad, no se deja llevar fácilmente por entusiasmos repentinos, ni adoctrinar con palabras seductoras; él considera con sensatez su verdadero interés y el de los suyos. Bellas cualidades, ciertamente; pero toda medalla tiene su reverso. Si el campesino es algo lento en tomar resoluciones, es porque quiere darse cuenta de cada cosa palpándola por sí mismo, y, siendo del todo atento a lo que inmediatamente lo rodea, prefiere no ampliar su campo visual y dirigir su mirada más allá de su entorno; es llevado a tener mucho cuidado por sus propias necesidades, y no tanto por los intereses comunes y universales, a no ver que, si las cosas van mal para los otros, no tardarán en ir mal también para él” ( Les enseignements pontificaux , Desclée & Cie, 1960).

A fines del año pasado, el entonces primer ministro italiano Matteo Renzi convocó un plebiscito. Anhelaba reformar la Constitución, para reforzar su colorido ya bastante socialista. Renzi sufrió una fragorosa derrota y dimitió. ¿Por qué los italianos no aprobaron su reforma? Porque él no tomó en cuenta a la “mayoría silenciosa”. Las estadísticas post electorales muestran que el voto de esa mayoría no provino de los grandes centros metropolitanos (Beppe Servegnini, Ciudad versus campo , “Corriere della Sera”, 25-11-16).


“Rural profundo”

El periódico “Le Monde”, órgano oficioso del Partido Socialista Francés —lo cual lo deja fuera de sospecha del comentario de cuño conservador que sigue a continuación—, publicó el 24-11-2016 un artículo del sociólogo Olivier Bobineau en el cual este registra que la región “rural profunda” constituye el último polo de resistencia de una Francia católica y conservadora.

“Estos electores ciertamente abandonaron sus parroquias, sus padres y abuelos. Con todo, no los olvidaron, y permanecen ligados a sus raíces” . Parroquia, padres, abuelos, es decir, la familia en torno de la religión, que fijan en la base de las mentalidades la tradición cristiana. El elector parisiense, nota Bobineau, refleja sobre todo a los medios de comunicación.

En América Latina, desde hace mucho que observamos lo mismo.

En su obra Reforma Agraria - Cuestión de Consciencia (p. 16, 1962), Plinio Corrêa de Oliveira afirmó que la propiedad agrícola nacida espontáneamente de las profundidades del orden natural de las cosas dio origen a generaciones de agricultores. En su lucha constante contra la naturaleza bravía del interior esas familias, al mismo tiempo en que promovían su bienestar favorecían, por un profundo y natural engranaje de intereses, el bienestar de las familias de los trabajadores. Ese estilo de vida es muy propicio para la práctica de la virtud. El libro cita al Papa Pío XII, en un discurso del 11 de abril de 1956:

“Hoy, como en el pasado, el campo tiene tanto a dar que sobrepasa el nivel de los bienes materiales: él continúa siendo siempre una de las reservas más preciosas de energía física y espiritual” .


Francia profunda

La “Francia profunda” es una expresión repetida a partir de la declinación del socialismo. Es el modo en que los medios se refieren a aquella parte de la población afecta a un estilo de existencia que proviene de la familia, del paisaje y del tiempo.

Acabamos de ver, por la distribución territorial de los votos en las recientes elecciones, que la “Francia profunda” no se encuentra en París ni en las otras metrópolis. Ella está en las zonas rurales. La existencia de esa opinión explica la referencia anterior al “rural profundo”, afecta al estilo de vida aprendido de sus mayores, adherido a sus tradiciones, sufriendo con su desaparición, lamentando el abandono de las tierras y la fuga de la juventud a las grandes ciudades. El “rural profundo” desconfía de nuevas reformas y de cambios impuestos por la administración burocrática parisiense o por la Unión Europea.

Todas ellas oprimen su dulce estilo de vida y menosprecian su mentalidad creativa. Se sienten huérfanos al ver sus parroquias cerradas, las carencias de vocaciones religiosas.

Así es la mentalidad conservadora del lejano interior. La reflexión llega con las elecciones. Y del sepulcro de un pasado tenido por muerto salen imágenes evanescidas, pero amadas, y depositan un voto en la urna.

La izquierda llora. No es el sol de una nueva era que resurge con brillo intenso, sino una luz de luna suave clareando la desolación del actual campo político.

Las mujeres del “pueblo” de París (izq.), durante la Revolución Francesa, contrastan con el universo austero y alegre, arcaico y estable de los campesinos del interior, como los representados en el cuadro de Louis le Nain ( La carroza, 1641 – Museo del Louvre, París).

Mentalidad del campo

Según el libro El fin de la vida rural (1870-1914), de Eugen Weber (Pluriel, 2010), esa mentalidad del hombre del campo fue encarnizadamente combatida desde los días trágicos de la Revolución Francesa (1789). Laicista y anticatólica, su combate al campo fue mayor que a la nobleza, su persecución al labrador mayor que al barón. La Revolución fue, sobre todo, parisiense. Sus ideas propulsoras (el Iluminismo y el Enciclopedismo) infectaron mucho menos al hombre del campo — que era la condición de dos tercios de la población francesa en 1789—, para cuyo habitat se imponía imperiosamente adoptar la ideología revolucionaria, si la Revolución quisiera imponerse al país. Era necesario “colonizar el campo”, decían los revolucionarios en París. Pues, sin él, el Iluminismo vagaba en las cabezas de la administración republicana como un esqueleto sin cuerpo.

En la página 16 de su libro Utopía igualitaria , Adolpho Lindenberg expresa con exactitud la idea que explica bien el programa entonces aplicado por los revolucionarios jacobinos para aniquilar la mentalidad conservadora del campo:

“Después de los ‘avances’ de la Revolución Francesa y la ‘limpieza’ que ella hizo con su guillotina, surgiría un mundo nuevo, emancipado, liberado de las superioridades y sin amarras con el pasado ‘feudal’” . La Revolución — prosigue Lindenberg— no podía tolerar que actitudes, hábitos y modos de ser se opusieran de una o de otra forma al amplio esfuerzo de transformar el mundo en lo opuesto de la civilización cristiana (p. 24).

Hábitos e instituciones ancestrales unían la población francesa a la Iglesia y a la autoridad local. El párroco vinculaba a todos alrededor de la liturgia; el castellano presidía los ritos civiles. Era un universo austero y alegre, arcaico y estable. Pinturas y relatos del mundo rural anterior a la Revolución suscitan hoy envidiosas nostalgias de la existencia de otrora. Cada región tenía su patrono, sus fiestas, sus modos de vestir. Músicas, vinos, panes y quesos diferían de parroquia en parroquia, según tradiciones propias. Todo se movía con lentitud, pues todo había sido elaborado consuetudinariamente, siglo tras siglo. La vieja Francia venía del fondo de las edades. La Revolución, inversamente, se presentaba como una novedad fáctica. Ella se autoproclamaba “una e indivisible”.

Frívolo slogan . El esfuerzo jacobino para conquistar a los agricultores tomaría años. Y hasta hoy no lo consiguió enteramente. Subsiste el “rural profundo”.

Procesión en Penmarch (Finistère), Lucien Simon, 1901 – Óleo sobre lienzo, Museo d’Orsay, París


Dos naciones dentro de un solo país

Una nación se constituye lentamente, a partir de una voluntad común, y su unidad espiritual es orgánicamente formada a través de los tiempos. Su conversión al cristianismo es un episodio relevante para todas las naciones europeas. Los santos que las marcaron con sus obras y sus milagros, los reyes y héroes cuyos sacrificios conservaron su integridad territorial, múltiples vicisitudes históricas son auténticos factores de consolidación del espíritu de un pueblo. La Revolución no tenía nada de eso. Era apenas una idea que imponía a hierro y a fuego una ideología. Lo atestigua el período del Terror en Francia (1793-1794), erigido por el gobierno revolucionario en sistema legítimo de liderazgo. Victor Hugo escribe que la Guerra de la Vendée fue el choque entre una idea (Iluminismo) y una concepción de vida ancestral. En el centro de esa concepción —podía haber añadido—, estaban el altar y el trono.



Las matanzas practicadas por la Revolución (en nombre de la Fraternidad) aumentaron aún más la distancia que separaba al hombre del campo de la París revolucionaria. Privado de sus párrocos y de sus castellanos —expulsados o guillotinados—, el campo se intimidó y se aisló. Desconfió de los emisarios del gobierno, portadores de nuevos decretos y nuevas reglamentaciones, y los recibió frecuentemente a pedradas. ¿Qué reglamentaciones? Una sola ley (en nombre de la Igualdad), respondía el gobierno de París, impuesta a las más diversas provincias. Inmensa era la diversidad entre región y región. ¿Cómo equiparar a pescadores de Bretaña con los montañeses del Gevaudan, aquellos luchando contra la intemperie para sacar del mar el sustento y estos aún enfrentándose a jaurías de lobos negros? ¿Cómo legislar al mismo tiempo para los habitantes de las florestas de los Vosgos y los pastores de las tierras áridas del sur del Macizo Central? La República era verdaderamente un espíritu sin cuerpo. Había abolido las seculares autoridades locales basadas en la hidalguía, en el amor al suelo de donde brotara la raza, de la identificación con el paisaje, con la fauna y la flora. La artificialidad republicana chocaba con la autenticidad popular, cuyo sentido común era rechazado por los que traían “nuevas teorías”. Era difícil convertir al hombre del campo en un racionalista. Así, se formaron en Francia dos naciones. Dos naciones en conflicto, una de las cuales debía ser aniquilada (en nombre de la Libertad republicana).



Siendo anticatólica, la República chocaba con la influencia de la Iglesia, que desde tiempos inmemoriales presidía los acontecimientos cotidianos: nacimiento, matrimonio, funerales; curaba en los hospitales, enseñaba en las escuelas y universidades, cuidaba del bienestar de las familias. La bendición de los campos, hecha por la Iglesia, era realizada con gran solemnidad. En circunstancias trágicas o de gloria, el pueblo hacía oraciones públicas rogando por el alejamiento de pestes, enfermedades, plagas, tempestades y rayos. Se rezaba antes del trabajo y de los entretenimientos.


Ritos protectores

En su libro Tranquilizar y proteger (Fayard, 1989), Jean Delumeau, autor de varias obras sobre los hábitos cotidianos de las poblaciones europeas, da a conocer un gran número de documentos, sacados de los archivos parroquiales, sobre oraciones y ritos protectores de las poblaciones cuando eran amenazadas por la peste, por la guerra, por inundaciones, etc. La práctica de aquellos ritos era constante a partir del siglo XV. Ello revela una íntima relación del pueblo con el clero: “Los santos tejían los días del año, daban el compás del tiempo, dictaban sabios consejos para los trabajos” . Eran bendiciones, oraciones, procesiones, rosarios, exorcismos, veneración de reliquias, invocación a los ángeles, triduos dedicados a los santos, devoción a las almas del purgatorio, medallas e imágenes, retiros espirituales y confesiones. El infierno se alejaba. El cielo quedaba más próximo de cada uno. Durante siglos, nunca una civilización puso tantos medios de protección a disposición de todos.

San Bernardo (1090-1153), abad de Claraval, predicaba cierta vez en la abadía de Foigny, cerca de Laon, al nordeste de París, cuando moscardones salvajes invadieron en gran número la iglesia abacial, produciendo un zumbido ensordecedor.

El gran predicador dejó de ser oído por los fieles y no podía, así, continuar su sermón. El pueblo se agitaba, intentando ahuyentarlos. Inútil. El zumbido aumentaba. El santo, percibiendo que se trataba de una trama del demonio, maldijo a las moscas.

Todas cayeron muertas, y en tal número, que fueron retiradas de la iglesia con palas. Bernardo pudo así continuar a predicar. Esta maldición se hizo legendaria. En los siglos posteriores aún se hablaba de ella. Sin embargo, un grupo de estudiosos de la doctrina de la Iglesia descubrió, en la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino (II-II, q. 76, a. 2), una enseñanza que parecía impugnar la maldición lanzada por el gran abad de Claraval. “Las moscas también son criaturas de Dios” . Es necesario tener paciencia con ellas. Es necesario juzgarlas antes que condenarlas. Y así fue hecho. Se estableció un tribunal. Toda la población de Foigny compareció. ¿Cuál fue el veredicto a respecto del zumbido impío de las moscas? En todo semejante al veredicto del tribunal de Coire a respecto de las larvas invasoras.

Vida cotidiana moderada por las costumbres

Bendición del campo en Hungría (1929)

En Coire, en la Suiza oriental, próxima a la frontera con Austria, larvas dañinas roían las raíces de las plantaciones, aniquilando las cosechas y comenzando a generar hambre en la ciudad. Los agricultores constituyeron un tribunal, siendo nombrado un fiscal y un abogado para las larvas. El juicio contó con todas las solemnidades formales. Durante el proceso, los abogados constataron la existencia de otras raíces, también ellas apetecidas por las larvas. Pero como se trataba de raíces no comestibles, el juez decide entonces enviar las larvas al terreno donde estaban esas plantas. ¿Pero cómo irían ellas hacia allá? Encabezado por el juez, el pueblo hizo procesiones, “tres dies continuos sine interruptione” , cantando y portando cirios, invocando el poder de las llaves, de nuestra Santa Iglesia Católica Apostólica Romana: “que las larvas cesen su destrucción bajo pena de la indignación de la Majestad Divina y de la eterna maldición” . Animaba estos juicios el principio según el cual “las cosas, en virtud del pecado original, cayeron bajo el poder del demonio”. Las moscas y las larvas, en el mal causado, eran visiblemente manejadas por el demonio.

Representación clásica de san Bernardo con una maqueta de la Iglesia en la mano

Las fuentes históricas comprueban que en innumerables localidades francesas, antes del término de los tres días de procesión, larvas o moscas se dislocaban frecuentemente, en obediencia a la sentencia del juez. Sin embargo, este las advertía de que si ellas no saliesen de la ciudad bajo su orden, él llamaría a la autoridad superior: el párroco. Si ellas aún así no obedeciesen, vendría el obispo diocesano, que pronunciaría la maldición y el anatema. Los archivos de las ciudades de Bourges, Evreux, Coutances, Besançon, Chartres, Bayeux, Chamonix, París, Beauvales, Orléans, Auch, entre otras, confirman tales juicios. Estas bendiciones y oraciones hacen parte del Ritual Romano , con ediciones en diferentes siglos. La existencia de ese tribunal se extendió hasta el siglo XVIII, en toda Europa.

La voz de las campanas

Ninguno de esos ritos protectores de las poblaciones era más solemne que la pomposa ceremonia de la bendición de las campanas. Conducidas solemnemente de la fundición en carretas jaladas por bueyes ornamentados, había una gran fiesta a su llegada. Todo el pueblo las circundaba durante días, mientras que el párroco, cuando no el obispo, se preparaba para la ceremonia. Aunque las campanas ya hubiesen sido objeto de dos exorcismos en la fundición, otros aún eran oficiados el día de su bendición.

Se rezaban oraciones, trece salmos, se leía el Evangelio de san Lucas, al mismo tiempo en que se lanzaban sal, agua bendita, santos óleos, incienso, mirra, y algodones y purificadores enjugaban las unciones. Terminada la bendición, las campanas —cuyo sonido el pueblo estaba ávido de oír, pues tenían el don de tocar los corazones y mover las voluntades— eran elevados hasta el campanario.

Sonoridad

Las campanas marcaban los momentos más importantes de la vida de todos: nacimientos, matrimonios, fiestas litúrgicas y nacionales, funerales, catástrofes y guerras. Ante todo, su sonido exorcizaba a los demonios de los aires e invitaba a los ángeles a unirse a los fieles; movía el corazón de los niños para que asistieran a las aulas de catecismo; tocaba las almas en pecado, invitándolas al arrepentimiento; aumentaba la devoción de los adultos; disipaba vientos, tempestades y rayos, espantaba a los insectos dañinos de las plantaciones. El timbre del bronce, bendecido por el poder de la Santa Iglesia, en lo alto del campanario, conforta, calma los ánimos, libera de las ansiedades, trae seguridad a los que lo oyen, da nostalgias de Dios. Ciertas campanas “eran buenas para el granizo” que en ciertas estaciones arrasan viviendas y cultivos. Otras, al contrario, atraían las lluvias en las épocas de estío.

En 1956, en la ciudad de Gers, en Gascuña, de las 337 parroquias existentes, 143 aún tocaban campanas en vista de tempestades y granizo. Poco a poco, bajo la presión del laicismo militante, los párrocos abandonaron esa costumbre. Iba así reduciéndose el antiguo orden cristiano, el cual reflejaba lo sobrenatural, y se fijaba de a poco el país en el naturalismo. En 1878, en Largentières, el campanero se rehúsa a tocar las campanas temiendo los rayos. Dos mendigos toman su lugar, las tocan valientemente y la tempestad se desvía. En las parroquias vecinas, donde no se oyeron los carrillones, las casas fueron damnificadas y la cosecha perdida.

Bendición de las campanas

Bendición de las campanas de la Catedral de Notre-Dame de París (2013)

En el Ritual Romano de Burdeos (1620) consta la oración de la bendición de las campanas.

“Haced, Señor, que este objeto preparado por vuestra Iglesia sea santificado por el Espíritu Santo, de tal manera que su sonoridad invite a los fieles al combate por el cielo. Cuando su melodía resuene en el oído del pueblo, que sean aumentadas en él la fe y la devoción, que sean reprimidas y alejadas todas las celadas del enemigo, el ruido del granizo, los torbellinos de las borrascas, la impetuosidad de las tempestades. Que los rayos hostiles sean apacentados. Que el soplo del viento se vuelva saludable y sea suspendida su violencia. Que la fuerza de vuestra Diestra aniquile las Potestades del aire y que estas, al repique de esta campana, sean tomados de terror y huyan ante la señal de la cruz de vuestro Hijo trazada sobre ella. Esta cruz ante la cual se doblará toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno” .

Estos ritos y bendiciones tejían los días del año, protegían, daban ánimo. Formaban parte del estilo de vida de entonces. Estilo que “nacido de armonías insondables, actuaba en el subconsciente, despertaba la imaginación y extasiaba [...] no provenía de disposiciones oficiales o legales, sino era muy real y, en la mayoría de los casos, no resultaba de urnas o elecciones, sino de la propia naturaleza de las relaciones humanas, en su tesitura social” , escribe A. Lindenberg (op. cit., p. 83 y 57). Habiendo marcado profundamente el alma del pueblo, su recuerdo no se borró por entero. Esa mentalidad no desapareció. Se transformó, en parte. Fue comprimida por nuevas fórmulas. Se integró en los nuevos modelos revolucionarios, con los cuales convive en contradicción. Hubo un cambio, sí, pero también una continuidad.

En momentos decisivos de la nacionalidad, la parte de la mentalidad que continúa unida al perfume de los campos y de los tiempos aflora. Al aflorar ella manifiesta la voluntad de sobrevivir del “país profundo”.

Campanas de la Catedral de Segovia, (Foto: Paulo Campos)

El Milagro del Sol: Un testigo presencial Santa Margarita María Alacoque
Santa Margarita María Alacoque
El Milagro del Sol: Un testigo presencial



Tesoros de la Fe N°190 octubre 2017


Mentalidad conservadora del interior rural Vínculo con la tradición cultural y la familia
Capítulo 11: Víctimas expiatorias Capítulo 12: ¿Y me quedo acá sola? Octubre de 2017 – Año XVI El Milagro del Sol:Un testigo presencial Una luz que viene del campo Santa Margarita María Alacoque Superioridad de la civilización cristiana



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