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«Tesoros de la Fe» Nº 127 > Tema “Doctores de la Iglesia”

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San Buenaventura

El Doctor Seráfico



Columna de la teología y filosofía católicas, sucedió a San Francisco de Asís en la dirección de la Orden de los Frailes Menores, incentivó las cruzadas y fue gran amigo de Santo Tomás de Aquino


Plinio María Solimeo


Juan de Fidanza nació en 1221 en la pequeña ciudad de Bagnoregio, en Toscana. Sus padres eran nobles, ricos y auténticos católicos. A los cuatro años de edad fue acometido por una grave enfermedad. Su madre rezó a Francisco de Asís —que aún vivía, y ya era considerado por muchos como santo— y prometió que, si por su intercesión el niño sanara, ella lo consagraría a la Orden Franciscana.

El niño sanó. Algunos meses después el Poverello de Asís visitó Bagnoregio, y le fue presentado el niño milagrosamente salvado por su intercesión. Francisco puso las manos sobre su cabeza y tomado por el espíritu divino, antevió toda su grandeza futura. Exclamó entonces: “O buona ventura!” De esta efusiva exclamación adquirió el niño el nombre de Buenaventura, que tanta gloria dio a la Iglesia.

Predestinado desde la cuna para convertirse en un gran defensor de la Iglesia y sustentáculo de la Orden Franciscana, él fue connatural con la virtud y los estudios: “Sus progresos fueron tan rápidos, que sus maestros quedaban asombrados; su inteligencia abarcaba todo con una facilidad extraordinaria, y pudo, antes de consagrarse al Señor en la vida religiosa, recorrer el círculo de conocimientos enseñados en esa época, profundizarlos y volverse así capaz de ejercer sin atraso los cargos que le quisiesen confiar”.1

Estudió en las más célebres universidades de Italia, no perdió su inocencia ni dejó de progresar siempre en la virtud.

En París, alumno del “Doctor Irrefutable”

A los diecisiete años, quiso cumplir el voto materno y pidió su admisión en los franciscanos. Poco después de su profesión religiosa, viendo sus superiores el talento extraordinario que él tenía para los estudios, lo enviaron para continuarlos en la Universidad de París, la más renombrada del mundo católico. Allá tuvo como profesor al también franciscano Alejandro de Hales, que brillaba en la Ciudad Luz con el título de Doctor Irrefutable. El venerable educador le recibió como un don del cielo. De él acostumbraba decir: “Éste es un verdadero israelita, en el que Adán parece no haber pecado”. Durante tres años Buenaventura estudió bajo la dirección de este gran maestro, y después le sustituyó en el magisterio.

Bagnoregio, ciudad donde nació San Buenaventura

Dedicaba sus momentos libres al cuidado de los enfermos. Cuando subía a la cátedra para comentar las Sagradas Escrituras o exponer los secretos de la ­teología, sus oyentes se preguntaban, llenos de admiración, de dónde tenía tanta erudición y claridad, pues en nada se parecía al religioso dedicado al cuidado de los enfermos.­

De ese modo, “Buenaventura pasó sin interrupción, y con el más prodigioso resultado, de las sinuosidades de la filosofía a las excelsitudes y profundidades de la teología, reina de las ciencias. Pronto se vio apto para resolver con exacta precisión las más intrincadas dificultades, por lo que resonaron en su honra los aplausos y alabanzas de toda la Universidad. Las luces de su estudio servían para hacerlo avanzar con mayor rapidez y seguridad por las sendas de la virtud y para aproximarlo más a Dios”.2

De él decían que “en su lenguaje no hay arrogancia, ni ironía, ni espíritu de contradicción. Procede siempre con circunspección, habla con suavidad y discute midiendo sus palabras y pidiendo casi perdón”.3

Dos luminarias de la Iglesia se encuentran

Por aquel tiempo llegó también a París el dominico Tomás de Aquino, para terminar sus estudios, y los dos santos se unieron en la más íntima amistad.

Habiendo recibido la ordenación sacerdotal por obediencia, Buenaventura temblaba de santo temor y respeto, cada vez que celebraba el Santo Sacrificio. Y lamentaba: “¡Cómo hoy, hay infelices sacerdotes descuidados de su salvación, que comen el cuerpo de Jesucristo en el altar como si fuese la carne de los más viles animales, y que, cubiertos e inmundos de abominaciones, no se avergüenzan de tocar con sus manos infames, de besar con sus labios impuros al Hijo de Dios, al Hijo único de la Virgen María! Sí oso decir que, si Dios tiene por agradable el sacrificio de tales hombres, Él es mentiroso, y se hace compañero de los pecadores”.4

Esa reverencia por el santo sacrificio del Altar lo llevó, convencido de su profunda indignidad, a abstenerse de celebrarlo durante algún tiempo. Hasta que un día, asistiendo a la santa Misa mientras meditaba en la Pasión­ de Cristo, una parte de la hostia consagrada se desprendió de las manos del sacerdote y vino a posarse en sus labios. Comprendió entonces que debería continuar celebrando, y que Dios supliría su pretendida falta de virtud.

Sus mejores libros: el Crucifijo

Enseñando en las escuelas de la Orden, pronto su fama ultrapasó esos estrechos límites. Y cuando Juan de la Rochelle dejó en 1254 su cátedra en la Sorbona, Buenaventura fue designado para sucederlo cuando tenía apenas 30 años de edad.

Cierto día fray Tomás fue a visitarlo y preguntó en qué libros apoyaba su sublime doctrina. Fray Buenaventura le mostró algunos libros, no obstante, señalando el Crucifijo sobre su mesa, dijo: “Ésta es la fuente de mi doctrina; de estas sagradas llagas brotan mis luces”.

Tal era la sublimidad de esa doctrina, que le aseguró el título de Doctor Seráfico, pues “tenía su facilidad prodigiosa, su naturaleza poética, su elocuencia sublime y comunicativa, y aquel anhelo que lleva a habitar en las cimas y a mirar al sol cara a cara. Era un temperamento agustiniano y platónico, en que había elevación, variedad, amplitud, ingeniosidad, entusiasmo y espontaneidad en los vuelos del alma”.5

Como Tomás de Aquino, Buenaventura se granjeó toda la confianza del rey San Luis IX, que lo invitaba a menudo a su mesa y le admitía en sus consejos. A pedido del rey, mitigó las reglas de las clarisas para las jóvenes de la corte que quisiesen consagrarse a Dios.

Campaña de calumnia. General de la Orden

Ambos brillaban en la Universidad y recibieron el doctorado el mismo día. Esto llevó a algunos profesores, clérigos seculares llenos de envidia, a levantar una campaña difamatoria contra las órdenes mendicantes. La doctrina aristotélica enseñada por Santo Tomás parecía novedad, y el líder de los descontentos, Guillermo de Saint Amour, salió en guerra contra las “innovaciones”. Los franciscanos y dominicos encargaron a Tomás de Aquino y Buenaventura su defensa. Un curso proporcionado por Buenaventura para refutar los errores de Guillermo, además del libro De perfectione evangelica —una apología apasionante del estado de perfección— consiguieron desenmascarar la hipocresía de los difamadores, ocasionando su condenación.

En el capítulo general de los franciscanos, reunido en febrero de 1257 en el convento de Araceli, en Roma, el general Juan de Parma dimitió, siendo fray Buenaventura elegido por unanimidad para sustituirlo. Durante dieciocho años ejerció este cargo con extremos de prudencia y sabiduría, procurando fortalecer a los buenos en su primitivo fervor por la fuerza del ejemplo, con dulzura, misericordia y fuerza, además de empujar a los tibios y relajados a enfervorizarse nuevamente y a observar en toda su integridad las reglas de la Orden.

“Dejemos a un santo escribir la vida de otro”

En el capítulo general de la Orden Franciscana, de octubre de 1257, fray Buenaventura recibió la incumbencia de escribir la biografía de San Francisco de Asís. Para eso fue al Monte Alvernia, donde el Poverello había recibido los estigmas, a fin de prepararse para la tarea por medio de la oración y el recogimiento.

Exposición del cuerpo de San Buenaventura

Cuando volvió a París, fray Tomás fue a visitarlo y lo encontró de rodillas, elevado en el aire, aún con la pluma en la mano, y sobre la mesa los papeles en que escribía la vida del fundador. Lleno de respeto y admiración, el Doctor Angélico dijo a los que le acompañaban: “Dejemos a un santo escribir la vida de otro”. Tomás de Aquino se anticipaba así al juicio de la Iglesia, reconociendo la santidad de su amigo aún en vida.

La devoción de fray Buenaventura por la Virgen María fue tierna y profunda. Jamás dejaba pasar ocasión de alabar a la digna Madre de Dios. Todo su amor se refleja en su obra Espejo de la Virgen, en que describe con maestría y unción las gracias, virtudes y privilegios de María Santísima. Compuso también en su honra un Pequeño Oficio que, como dice San Luis Grignion de Montfort, “no se puede leer sin enternecerse”.

San Buenaventura convocó un capítulo general de la Orden en Asís, para estudiar los intereses generales de la Iglesia. En él ordenó a los predicadores franciscanos­ que predicasen por todas partes la devoción al Angelus recitado a la tarde, para honrar más especialmente a la Santísima Virgen. Esta práctica se difundió tan rápidamente por el mundo cristiano, que los Papas la favorecieron después con innumerables indulgencias. Uno de los temas más importantes de ese capítulo fue la cruzada. El general habló de los sufrimientos de la Cristiandad, mostrando las calamidades a las que la religión de Jesucristo estaba expuesta. E incentivó a sus frailes a predicar con celo infatigable una cruzada contra los infieles.

Obispo y Cardenal de la Santa Iglesia

A la muerte de Clemente IV, en 1268, se verificó una profunda indecisión en el colegio cardenalicio para la elección de su sucesor, de modo que la Iglesia quedó acéfala por casi tres años. Fue cuando Buenaventura se dirigió a los cardenales y los llevó a inclinarse para la elección de Teobaldo Visconti, elegido con el nombre de Gregorio X. Éste lo nombró después obispo de Albano y cardenal de la Santa Iglesia.

Gregorio X convocó en 1274 un concilio en la ciudad francesa de Lyon, para estudiar una forma de unión entre las iglesias griega y latina, y reformar las costumbres. Los dos grandes teólogos, Tomás de Aquino y Buenaventura, fueron especialmente convocados por el Papa para este concilio. El primero falleció en el camino. El segundo, después de haber brillado en las primeras sesiones, fue acometido por una súbita dolencia, que lo llevó a la tumba el día 15 de julio de ese mismo año, a la edad de 53 años.


Notas.-

1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. VIII, p. 296.
2. Edelvives, El Santo de cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1948, t. IV, p. 142.
3. Fray Justo Pérez de Urbel  O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. III, p. 101.
4. Les Petits Bollandistes, op. cit., p. 302.
5. Fray Justo Pérez de Urbel, op. cit., pp. 101-102.



  




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