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«Tesoros de la Fe» Nº 88 > Tema “Apóstoles”

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San Marcos Evangelista

Discípulo de San Pedro


Autor del segundo Evangelio, colaborador, intérprete y discípulo dilecto
de San Pedro, fundador del Obispado de Alejandría y amado
patrono de la República de Venecia


Plinio María Solimeo


Sobre el origen e identidad de San Marcos Evangelista hubo mucha discusión. ¿Será él aquel mismo personaje importante, en la Iglesia apostólica, que unas veces es llamado Juan (Hch. 13, 5-13), otras Juan Marcos (Hch. 12, 12; 15, 37), y otras simplemente Marcos (Hch. 15, 39)? Algunos dicen que se trata de dos personas diferentes.1 Sin embargo, parece que entre los exegetas prevalece la opinión de que los diferentes nombres se refieren siempre a la misma persona —San Marcos Evangelista, discípulo de San Pedro, citado varias veces por San Pablo, y por San Pedro en la su primera epístola, donde lo llama “mi hijo dilecto”.

Esta divergencia se explica porque, según la costumbre entonces en boga en Palestina, una persona podía tener, además del nombre judío, un nombre greco-romano, máxime si procedía de las provincias del Imperio Romano. Tanto en el caso de San Marcos como en el de San Pablo, el nombre romano terminó por imponerse sobre el hebreo.

San Marcos era, como afirma San Pablo, primo de San Bernabé e hijo de una María, probablemente viuda, cristiana de alta posición, en cuya casa se reunían los miembros de la Iglesia naciente de Jerusalén (Hch. 12, 12 y ss.). Fue a esa residencia que el Príncipe de los Apóstoles se dirigió cuando salió de la prisión de Herodes. Marcos debía estar presente en ese momento. Por eso, no es de extrañar que él se vuelva más tarde secretario e intérprete de San Pedro. Según una antigua tradición, esa casa de la viuda María era la misma donde fue celebrada la Última Cena, o sea, el Cenáculo. El Getsemaní, o Huerto de los Olivos, también le pertenecería, siendo el propio Marcos el joven que él describe en su Evangelio huyendo por ocasión de la prisión de Jesús, con tanta prisa, que dejó la ropa en manos de los soldados (Mc. 14, 51-52).

Primo de San Bernabé, que era de la Isla de Chipre y levita, San Marcos debía pertenecer a la colonia chipriota de Jerusalén. Y sería, como su primo, sacerdote de la raza de Aarón, como afirman San Beda, el Venerable, y San Jerónimo. Algunos escritores antiguos afirman que, en Alejandría, Marcos era llamado “Galileo”; así, es probable que fuera de Galilea, tierra de San Pedro y de los otros Apóstoles.

Se afirma también que San Marcos fue del número de los setenta y dos discípulos de Nuestro Señor que se escandalizaron cuando Él les dijo: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn. 6, 53). En esa ocasión, él se habría apartado con los otros discípulos. San Pedro lo habría reconvertido y traído de vuelta hacia Jesús, después de la resurrección.

Divergencia entre San Pablo y San Bernabé

Sea como fuere, lo cierto es que San Marcos participó del primer viaje apostólico de San Pablo y San Bernabé. Este último era de carácter bondadoso, condescendiente y muy espiritual; ejerció una gran influencia en la Iglesia primitiva, por sus consejos y ejemplos, razón por la cual también es llamado, aun sin ser del número de los doce,  Apóstol. Él se volvió como un padrino de San Pablo recién convertido, cuando todos en Jerusalén dudaban de éste. Y lo presentó a los Apóstoles, probablemente en la casa de María, madre de Juan Marcos.

Cuando, por ocasión de la hambruna que hubo en Jerusalén en los años 45-46, San Pablo y San Bernabé retornaron de la Ciudad Santa a Antioquía, llevaron consigo a San Marcos. Lo vemos con ellos al inicio del primer viaje apostólico, sirviéndoles de coadjutor en la evangelización. Como no había sido escogido por el Espíritu Santo para esa misión, como lo fueron San Pablo y San Bernabé (Hch. 13, 2), ni tampoco fue delegado por la Iglesia de Antioquía como ellos, San Marcos fue llevado probablemente como auxiliar para prestar servicios menores.

Detalle de la fachada de la Basílica de San Marcos, en Venecia

Sin embargo, cuando los dos misioneros fueron al Asia Menor, desembarcando en Perga de Panfilia, Marcos se separó de ellos sin dar explicaciones, regresando a Jerusalén. Esto, que parecía una inconstancia y una debilidad, no le agradó a San Pablo. Y cuando más tarde los dos misioneros iban a emprender su segundo viaje apostólico, San Bernabé quiso llevar de nuevo a San Marcos, pero el Apóstol de los Gentiles no concordó. Hubo una divergencia entre ellos y se separaron: San Bernabé fue con San Marcos a la isla de Chipre; y San Pablo, con Silas, enrumbó a Siria y a Cilicia, y después a Grecia. Por permisión divina, esta divergencia redundó en provecho del Evangelio, pues multiplicó las misiones; y no impidió que después San Pablo y San Marcos volvieran a reunirse. En efecto, el Apóstol habla de Marcos como colaborador, manifestando el gusto en tenerlo como auxiliar. Más tarde, estando en Roma, escribe a Timoteo pidiéndole que vaya a encontrarlo en la capital imperial, y que traiga consigo a Marcos, “pues me es muy útil para el ministerio” (2 Tim. 4, 11).

Discípulo dilecto del Apóstol San Pedro

Pero fue San Pedro el verdadero padre y maestro de San Marcos. Él lo trata afectuosamente como hijo, lo que lleva a muchos a pensar que fue él quien lo bautizó. Alrededor del año 60, vemos nuevamente a San Marcos en su compañía, en Roma. El apostolado del primer Papa fue tan abundante en la ciudad de los Césares, que no se dada abasto para atender al número creciente de prosélitos. Marcos lo secundaba en esa tarea. Y fue a causa de ellos —que le pedían con insistencia que les exponga la doctrina de su maestro, si fuera posible por escrito— que él escribió el segundo Evangelio.

El Evangelio de San Marcos es el más breve de los cuatro, un resumen del Evangelio de San Mateo, aunque omita algunas partes de éste y lo complete en otras. San Mateo presenta para los judíos a Nuestro Señor Jesucristo como el Mesías por ellos esperado. San Lucas lo propone a los greco-romanos como el Salvador del que hablaban sus oráculos. San Marcos lo presenta a los romanos, ante todo, como Hijo de Dios. Se propone, así, demostrar que Jesús es el verdadero Hijo de Dios, y lo hace especialmente con la narración de muchos milagros que Él obró. Por eso algunos lo llaman “el Evangelista de los milagros”. Sin embargo, no relata los discursos más largos de Jesús, como el Sermón de la Montaña, ni sus discusiones con los fariseos, pues eso no habría impresionado a sus lectores paganos. Al escribir en griego, idioma con el cual tenía más facilidad que el latín, explica frecuentemente ciertos usos y costumbres y ciertas expresiones propias de los judíos. Por eso, también aparecen en sus escritos frecuentes helenismos y algunas expresiones arameas. Aunque su vocabulario sea pobre y restringido, escribe con mucha vivacidad; su narración es colorida y pintoresca, buscando transmitir al lector lo que frecuentemente oía de los labios de Pedro. Por esa razón, San Justino, que vivió en el siglo II, llama al Evangelio de San Marcos “Memorias de Pedro”. Y San Ireneo afirma poco más tarde: “Después de la muerte de Pedro y Pablo, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos transmitió por escrito lo que aquél había predicado”.2

Como intérprete de San Pedro, se comprende por qué dejó de describir escenas que serían honrosas para el Príncipe de los Apóstoles. Y también por qué, al contrario de los otros Evangelistas, describe con detalles la escena de la negación de Pedro y el canto del gallo. En esos pormenores se manifiesta la ejemplar humildad de San Pedro, que inspiraba la pluma de San Marcos. “Ese narrador sencillo, que carece de la invención y del genio de un artista, sólo pretende fijar el recuerdo neto de la realidad vivida”. En su papel de sombra de San Pedro, Marcos “pertenecía a esas almas admirables que brillan en segunda fila, o que saben retirarse a la penumbra para consagrarse a la gloria de un maestro, mereciendo así el premio de la modestia y haciendo su acción más fecunda, aunque menos personal”.3

El martirio de San Marcos, Les Très Riches Heures du Duc de Berry Hermanos Limbourg (c. 1410) – Musée Condé, Chantilly, Francia

Apostolado de San Marcos, patrono de Venecia

San Jerónimo y Eusebio afirman que San Pedro conoció, por divina revelación, que San Marcos había escrito su Evangelio, y se alegró mucho viendo el celo con que los nuevos cristianos daban testimonio de la palabra de Dios. Aprobó la obra y estableció, con su autoridad, su uso en la Iglesia.4

San Pedro envió a San Marcos para evangelizar Aquilea, ciudad entonces célebre y de considerable tamaño. Ahí formó una cristiandad notable por la ciencia religiosa y firmeza de la fe. Altamente satisfecho con el resultado, el Príncipe de los Apóstoles envió después a su discípulo a evangelizar Egipto. San Marcos desembarcó en Cirene, en la Pentápolis, recorrió Libia y la Tebaida, siempre con abundantes conversiones, y finalmente fijó su residencia en Alejandría, en Egipto, donde fundó una iglesia dedicada a San Pedro, que aún vivía. San Jerónimo y Eusebio confirman esa tradición. Por eso, como afirma el Papa San Gelasio, la iglesia de Alejandría es patriarcal y la primera en dignidad después de la de Roma.5 Allí, según la tradición, San Marcos recibió el martirio.

“En el siglo IX la iglesia de Occidente fue enriquecida con los despojos mortales de San Marcos. Sus sagrados restos, venerados hasta entonces en Alejandría, fueron trasladados a Venecia, y bajo sus auspicios comenzarán los gloriosos destinos de esta ciudad, que habían de durar mil años”.6     


Notas.-

1. Por ejemplo, el padre Pedro de Ribadeneyra  S.J. (Flos Sanctorum, in Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, D. González y Cía. Editores, Barcelona, 1896, t. II, p. 118) que cita a su favor a Salmerón, San Roberto Belarmino y Maldonado.
2. Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1947, t. II, p. 566.
3. Fray Justo Pérez de Urbel  O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. II, pp. 198-200.
4. Cf. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. V, p. 17.
5. Cf. P. Ribadeneyra, op. cit., p. 118.
6. D. Próspero Guéranger, El Año Litúrgico, Ediciones Aldecoa, Burgos, 1956, t. III, p. 712.





  




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