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«Tesoros de la Fe» Nº 252

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La adoración de los ángeles, de los pastores y reyes

P. Elías Passarell

Jesucristo es el Verbo o el Logos de que habla Platón, el Doctor universal de Sócrates, el Santo de Confucio, el Monarca universal de las Sibilas, el Dominador esperado en todo el Oriente, el Mesías, el Cristo del pueblo de Israel. Él era quien venía a restaurar todas las cosas “en el cielo y en la tierra”, según la expresión de san Pablo. Por esto entonan los ángeles: “Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Y los espíritus celestes les prestan pleito homenaje como a su Dios y reparador del honor que al Altísimo pretendieron arrebatar los ángeles rebeldes, y los pastores, en representación de la humanidad, le adoran como a su salvador; y los tres magnates de Oriente se postraron ante Jesús reconociendo su divinidad.

La estrella aparecida para notificar a los humanos observadores el sobrenatural advenimiento del Hijo de Dios, será perenne testimonio de la imperturbable armonía de la ciencia sólida con la celeste fe; y siendo luz que desde las alturas del firmamento alumbró a los dóciles magnates el camino conducente a la sagrada sombra del Redentor, no será menos perenne símbolo de esta luz suprema que se llama Iglesia de la verdad, guiadora indefectible de los pueblos.

Los santos Reyes buscaron a Jesús para adorarle; Herodes le buscó para matarle. Y por esto la estrella simbólica de la conciencia, guía del hombre y de la Iglesia Católica, norma de los pueblos, no lució sobre Jerusalén; viéronla otra vez los Reyes cuando hubieron salido de la pesada atmósfera por la tiranía corrompida.

Los santos Reyes ofrecieron al Divino Niño oro, símbolo del acrisolamiento de los corazones; incienso, representante de las plegarias más sumisas, y mirra, figura de las amarguras de la vida, manifestando a la faz de los pueblos que las obscenidades, orgullo y devaneos gentílicos se habían convertido en pureza, en oración y en conformidad. Durante el apacible sueño, el embajador angélico avisó a los Reyes que regresaran a sus regiones por otro camino. Así se libraron de las asechanzas de Herodes.

Necesidad de un Redentor

Los pueblos idólatras, en medio de la nebulosidad de su misterio, y a pesar de vivir encenagados en la corrupción, creían y suspiraban por la venida del que, más poderoso y más bueno que sus dioses, llevaría a la edad de oro y libertaria a la humanidad de sus miserias. Los filósofos del paganismo, en su afán de saber, buscaban entre los intrincados laberintos de la ciencia humana aquella verdad que está por encima de la razón del hombre; vislumbraban, si bien confusamente, la necesidad de la avenida de Aquel que había de guiar al mundo por nuevos senderos de luz y de virtud. “Sí, es preciso esperar, clamaba Sócrates, que vendrá alguno a enseñarnos cómo nos hemos de portar relativamente a los dioses y a los hombres”. Platón decía: “Si Dios no os envía alguno que os enseñe de su parte, inútiles serán cuantos esfuerzos se hagan para reformar las costumbres de los hombres”. Y este filósofo llama en muchos pasajes de sus obras a ese alguno el Verbo (logos), dándole además los títulos de Salvador, Dios, Hijo de Dios. Cicerón ha dejado escrito que los antiguos oráculos de las Sibilas habían anunciado para un tiempo no lejano la venida de un Rey que sería necesario reconocer para salvarse.

 

* La Regeneración Social por medio de María, Librería Española de Garnier Hnos., París, 1886, p. 155-158.



  




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Santa Clotilde, Viuda.

+545, d.C. Tours (Francia). Siendo esposa de Clovis, Rey de los Francos, sus oraciones y ejemplos lo llevaron a la conversión, la misma que fue esencial después para constituir la Francia católica, una de las grandes glorias de la Edad Media. Viuda, presenció con dolor el asesinato de sus nietos por los propios padres (hijos de la Santa) para impedirlos reinar. Se retiró entonces hacia Tours, donde se entregó a la oración y penitencia por la conversión de los mismos.

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