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El Milagro de la Santa Casa de Loreto
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Pascua de Resurrección



Plinio Corrêa de Oliveira

“O Legionário”, Nº 559,
25 de abril de 1943

Cristo resucita de la tumba, Ambrogio Bergognone 1490, colección privada

El calendario litúrgico conmemora en esta fecha la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, después de estar encerrado por tres días en el sepulcro en que lo había sepultado la piedad de sus fieles. Así como consagramos en nuestro último número varias consideraciones sobre la Pasión y Muerte del Redentor, queremos hacer el día de hoy unas reflexiones acerca de algunas enseñanzas que la gloriosa Resurrección de Nuestro Señor nos da. Y tenemos razón. La Resurrección representa el triunfo eterno y definitivo de Nuestro Señor Jesucristo, el desbaratamiento completo de sus adversarios, y el argumento máximo de nuestra fe. Dijo San Pablo que, si Cristo no hubiese resucitado, vana sería nuestra fe. Es en el hecho sobrenatural de la Resurrección que se funda todo el edificio de nuestras creencias. Meditemos, pues, sobre tan alto asunto.

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Cristo, Señor Nuestro, no fue resucitado: resucitó. Lázaro fue resucitado. Él estaba muerto. Y otro que no era él, o sea Nuestro Señor, lo llamó de la muerte a la vida. Pero en cuanto al Divino Redentor, nadie lo resucitó. Él mismo se resucitó a Sí mismo. No necesitó que nadie lo llamase a la vida. La retomó cuando quiso.

Todo cuanto se refiere a Nuestro Señor tiene su aplicación análoga en la Santa Iglesia Católica. Vemos frecuentemente, en la Historia de la Iglesia, que cuando Ella parecía irremediablemente perdida, y todos los síntomas de una próxima catástrofe parecían minar su organismo, sobrevinieron siempre hechos que la sostuvieron con vida contra toda la expectativa de sus adversarios. Hecho curioso, a veces, no son los amigos de la Santa Iglesia que vienen en su socorro: son sus propios enemigos. En una época delicadísima para el Catolicismo, como fue la de Napoleón, ¿no ocurrió el episodio mil y mil veces curioso de haberse reunido un Cónclave para la elección de Pío VII, bajo la protección de las tropas rusas, todas ellas cismáticas y obedeciendo a un soberano cismático? En Rusia, la práctica de la Religión Católica era obstruida de mil maneras. Pero las tropas de ese país aseguraban en Italia la libre elección de un soberano Pontífice, precisamente en el momento en que la vacancia de la Sede de Pedro habría acarreado para la Santa Iglesia perjuicios de los que, humanamente hablando, tal vez no hubiera podido resurgir jamás.

Éstos son medios maravillosos de los que la Providencia echa mano para demostrar que tiene el supremo gobierno de todas las cosas. Sin embargo, no pensemos que la Iglesia debió su salvación a Constantino, a Carlomagno, a D. Juan de Austria, o a las tropas rusas. Aún incluso cuando Ella parece enteramente abandonada, y aún cuando el concurso de los medios de victoria más indispensables en el orden natural parece faltarle, estemos seguros de que la Santa Iglesia no morirá. Como Nuestro Señor, Ella volverá a erguirse con sus propias fuerzas que son divinas. Y cuanto más inexplicable fuera, humanamente hablando, la aparente resurrección de la Iglesia —aparente, acentuamos, porque la muerte de la Iglesia nunca será real, al contrario de la de Nuestro Señor— tanto más gloriosa será la victoria.

En estos torvos y entristecedores días de 1943, confiemos pues. Pero confiemos, no en esta o en aquella potencia, no en este o en aquel hombre, no en esta o en aquella corriente ideológica, para operar la reintegración de todas las cosas en el Reino de Cristo, sino en la Providencia Divina que obligará nuevamente a los mares a abrirse de par en par, moverá montañas y hará estremecer la tierra entera. Si todo esto fuera necesario para el cumplimento de la divina promesa: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

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Esta certeza tranquila en el poder de la Iglesia, tranquila de una tranquilidad toda hecha de espíritu sobrenatural, y no de alguna indiferencia o indolencia, podemos aprenderla a los pies de Nuestra Señora. Sólo Ella conservó íntegra la fe, cuando todas las circunstancias parecían haber demostrado el fracaso total de su Divino Hijo. Bajado de la Cruz el Cuerpo de Cristo, vertida por la mano de sus verdugos, no sólo la última gota de Sangre, sino aún de agua, verificada la muerte, no sólo por el testimonio de los legionarios romanos, sino por el de los propios fieles que procedieron al entierro, puesta en el sepulcro la piedra inmensa que le debía servir de intransponible cerrojo, todo parecía perdido. Pero María Santísima creyó y confió. Su fe se conservó tan segura, tan serena, tan normal en estos días de suprema desolación, como en cualquier otra ocasión de su vida. Ella sabía que Él habría de resucitar. Ninguna duda, ni siquiera la más leve, manchó su espíritu. Es a los pies de ella, por lo tanto, que habremos de implorar y obtener esa constancia en la fe y en el espíritu de fe, que debe ser la suprema ambición de nuestra vida espiritual. Medianera de todas las gracias, ejemplar de todas las virtudes, Nuestra Señora no nos negará ningún don que en este sentido le pidamos.

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La incredulidad de Santo Tomás, S. XVI — Taller de Domenico Cresti, llamado el Passignano, colección privada

Mucho se ha hablado... y sonreído a respecto de la renuencia de Santo Tomás en admitir la Resurrección. Habrá tal vez, en esto, cierta exageración. O, al menos, es cierto que tenemos delante de nuestros ojos ejemplos de una incredulidad incomparablemente más obstinada que la del Apóstol. En efecto, Santo Tomás dijo que le era necesario tocar con sus manos a Nuestro Señor para creer en ello. Pero sólo con verlo creyó antes de tocarlo. San Agustín ve en la oposición inicial del Apóstol una disposición providencial. Dice el Santo Doctor de Hipona que el mundo entero quedó suspendido del dedo de Santo Tomás, y que su gran meticulosidad en los motivos de credibilidad sirve de garantía a todas las almas indecisas, en todos los siglos, de que realmente la Resurrección fue un hecho objetivo, y no el producto de imaginaciones en ebullición. De cualquier modo, el hecho es que Santo Tomás creyó apenas vio. ¿Y cuántos son, en nuestros días, los que ven y no creen?

Tenemos un ejemplo de esta obstinada incredulidad en lo que se refiere a los milagros verificados en Lourdes, y también con Teresa Neumann en Ronersreuth y en Fátima. Se trata de milagros evidentes. En Lourdes, hay un bureau de constataciones médicas, en que sólo se registran las curas instantáneas de males que excluyan todo carácter nervioso e incapaces de ser curadas por un proceso sugestivo; las pruebas exigidas como autenticidad del mal son, en primer lugar un examen médico del paciente, hecho antes de su inmersión en la Gruta, en segundo lugar, aún antes de esa inmersión, la presentación de los documentos médicos referentes al caso, de las radiografías, análisis de laboratorio, etc.; a todo este proceso preliminar pueden aparecer cualquier médico de paso por Lourdes, quedando autorizados a exigir un examen personal del enfermo, y de las muestras radiográficas o de laboratorio que traiga consigo; finalmente, verificada la cura, debe ésta ser observada por el mismo proceso por el que se verificó la enfermedad, y sólo es considerada efectivamente milagrosa cuando, durante mucho tiempo, el mal no reaparece. Allí están los hechos. ¿Sugestión? Para eliminar toda duda a ese respecto, se señala el caso de curas verificadas en niños sin uso de razón debido a su ternísima edad, y que, por esto, no pueden ser sugestionados. A todo esto, ¿qué se responde? ¿Quién tiene la nobleza de hacer como Santo Tomás, y, delante de la verdad segura, arrodillarse y proclamarla sin ambages?

Parece que Nuestro Señor multiplica los milagros a medida que crece la impiedad. El caso de Teresa Neumann, Lourdes, Fátima, ¿qué más? ¿Cuánta gente sabe de estos casos? ¿Y quién tiene el coraje de proceder a un estudio serio, imparcial y seguro antes de negar estos milagros?

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Causa admiración el modo por el cual Nuestro Señor penetró en la sala enteramente cerrada, en que estaban los Apóstoles, y allí se presentó. Con ese milagro, Nuestro Señor demostró que, para Él, no hay barreras intransponibles.

Estamos en una época en que se habla mucho de “apostolado de infiltración”*. El deseo de llevar por todas partes el apostolado sugirió a muchos apóstoles laicos a creer que es indispensable ingresar en ambientes inconvenientes o hasta francamente nocivos, para allí llevar la irradiación de Nuestro Señor Jesucristo, y convertir las almas. Toda la tradición católica es en sentido opuesto: ningún apóstol, salvo situaciones excepcionalísimas, y por lo tanto rarísimas, tiene el derecho de entrar en ambientes en que su alma puede sufrir detrimento. Pero, se pregunta, ¿quién entonces ha de salvar aquellas almas que se encuentran en ambientes donde nunca entra una influencia católica, donde jamás una palabra, un ejemplo, una centella de sobrenatural penetra? ¿Son condenados en vida? ¿Ya tienen desde ahora el infierno por herencia?

Así como no hay paredes materiales que resistan a Nuestro Señor, que a todas transpone sin destruirlas, así también no hay barreras que detengan la acción de la gracia. Donde no puede, por un deber de la propia moral, penetrar el apóstol militante, allí penetra, sin embargo, por mil modos que sólo Dios sabe, su gracia. Es un sermón oído por la radio, es un buen libro que de modo enteramente fortuito se encuentra en un bus, es una simple imagen que se entreve en una casa cuando se pasa por ella. De todo esto, y de mil otros instrumentos, puede servirse la gracia de Dios. Y, para que ella penetre en tales ambientes, mil veces más útil que la imprudente penetración del apóstol, son la oración, la mortificación, la vida interior. Ellas aplacan las iras de Dios. Ellas inclinan la balanza para el lado de la misericordia. Ellas, pues, penetran en ambientes que muchos reputan impenetrables a la acción de Dios. Por lo demás, la hagiografía católica nos da mil ejemplos de ello. ¿No hubo el caso de una conversión ilustre, operada en un joven impío que, cuando intervenía en el carnaval usando por escarnio el hábito de San Francisco, fue tocado de buenos sentimientos? Fue el propio disfraz que lo convirtió. Hasta del escarnio de la Religión puede servirse la sabiduría de Dios para operar conversiones. Pero estas conversiones, es necesario obtenerlas. Y nosotros las obtendremos sin ningún riesgo para nuestras almas, uniendo nuestra vida interior, nuestras oraciones, nuestros sacrificios a los méritos infinitos de Nuestro Señor Jesucristo.

A mi modo de ver, no hay mejor ni más eficaz apostolado de infiltración, que el que realizan las religiosas contemplativas, encerradas por su Regla Monástica entre las cuatro paredes de su convento. Benedictinas, Carmelitas, Dominicas, Visitandinas, Clarisas, Concepcionistas, Sacramentinas, he aquí las verdaderas heroínas del apostolado de infiltración.     


[*] El autor trata extensamente de este tema en su obra “En defensa de la Acción Católica”, Editora Ave María, São Paulo, 1943.