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Persecuciones y martirio
El fin de la Segunda Guerra Mundial y los acuerdos de Yalta trajeron una relativa paz a Occidente y relaciones de buenos oficios entre los gobiernos laicos y la Jerarquía de la Iglesia. Apenas posaba, sobre ese horizonte sonriente, la sombra de las persecuciones que sufría aún la Iglesia del Silencio, no solamente en la URSS, sino también en los países que después del conflicto mundial habían quedado bajo el yugo comunista. Sin embargo, fue en un contexto de “Alegría y Esperanza” que se abrió, en 1962, el Concilio Vaticano II, destinado a sellar una nueva era de colaboración entre la Iglesia y el mundo moderno. No obstante, la coexistencia pacífica de la Iglesia con la “modernidad” duró poco tiempo. La razón de ese fracaso fue anunciada por el Papa Benedicto XVI en el discurso a la Curia Romana, el 22 de diciembre de 2005: “Quien esperaba que con este «sí» fundamental a la edad moderna todas las tensiones se disolviesen, y la «abertura al mundo» así realizada transformase todo en pura armonía, subestimó las tensiones interiores y hasta las contradicciones de la propia edad moderna: subestimó la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana que, en todos los períodos de la historia y en toda configuración histórica, es una amenaza para el camino del hombre”. Peor aún, dicha coexistencia favoreció la penetración del relativismo liberal en amplios sectores de los medios católicos actuales, llevando a un debilitamiento de las fuerzas internas de la Iglesia, que deberían presentarse cohesionadas contra el mal.
Hoy este conflicto no puede sino recrudecer, una vez que el hombre moderno, precisamente porque se cree Dios, se juzga en el derecho de inventar sus propios valores y de darse a sí mismo una ley moral que atienda a sus peores pasiones. Así, no acepta más que la Iglesia Católica quiera influenciar en el debate de cuestiones de las más importantes de la actualidad, tales como el aborto, la eutanasia, los experimentos con embriones, el divorcio, las uniones conyugales libres, el pseudo-casamiento homosexual, etc. La Iglesia Católica no puede cambiar las enseñanzas que recibió de su divino Maestro como depósito de la fe, y tampoco puede dejar de evangelizar al mundo sin traicionar su misión. Ella no puede, por lo tanto, evitar ese choque con las estructuras del poder político y social, ni con los conglomerados de los medios que dictan el “credo” ateo, individualista y hedonista imperante en la sociedad contemporánea. En el pasado, ese choque llevó a las persecuciones y al martirio a millones de cristianos, de los cuales la Iglesia Católica resurgió aún más reluciente y poderosa que antes de la prueba que se abatiera sobre Ella. ¿Sucederá lo mismo en este umbral del tercer milenio?
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