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El Alud de las Sectas en América Latina


¿Cuál es su causa? ¿Qué perspectivas abre para el Continente?

Es lugar común actualmente afirmar que en las últimas décadas las sectas prosperaron mucho, en especial en América Latina, a costa de la deserción de los católicos. Sin embargo, raras veces quienes destacan eso responden algunas preguntas fundamentales: ¿Por qué tales católicos se apartaron de la Santa Iglesia? ¿Cómo se podría evitar que esto continúe sucediendo?


Sin duda, muchos de esos católicos que abandonaron su Fe quedaron chocados con las ideas marxistas de la Teología de la Liberación, mientras otros perdieron interés en la vida de la Iglesia al ver que los temas sobrenaturales, la vida de piedad y las consideraciones morales fueron siendo gradualmente substituidos, en las preocupaciones del Clero progresista, por los asuntos sociológicos, económicos o políticos, o directamente por la agitación social.

En efecto, muchos de tales feligreses se deben de haber apartado paulatina y quizá insensiblemente de los ambientes católicos porque, en realidad, si a la iglesia iban a impregnarse de las verdades de la Fe y de la auténtica piedad, y no lo conseguían, probablemente —aunque sin razón— han de haberse preguntado: ¿para qué volver?

Hace algunos años en los Estados Unidos ya había sucedido algo parecido

Algo semejante había sucedido, años atrás, en los Estados Unidos, donde, lamentablemente una parte importante del Clero católico se hizo famosa por actitudes discrepantes de la ortodoxia, tanto en materias morales como socio-económicas o políticas, y al mismo tiempo por sus posturas desafiantes frente a las más altas autoridades eclesiásticas cuando éstas trataron de coartar esas tendencias.

Allí también, infelizmente, se apartaron de la Iglesia sectores que comprendían que tales actitudes de miembros del Clero eran enteramente erradas, pero que no tuvieron suficiente amor a Ella como para perseverar en la Fe como debían, a la espera de días mejores, ni para realizar un apostolado en búsqueda de la restauración del espíritu católico.

La falta de advertencias de la Jerarquía católica frente a las otras religiones allanó el camino a las sectas de nuevo estilo

Así, en un país donde hacía bastante tiempo cesaron las advertencias de la Sagrada Jerarquía a los fieles en relación a los errores de las otras religiones, y donde éstas por tanto no encontraban en los fieles muchas resistencias, no es de extrañar que apareciesen grupos que quisieran cautivar a esos descontentos, y que, para esto, mostrasen una apariencia presuntamente piadosa, actitudes conservadoras en materia moral y posiciones rectas en asuntos socio-económicos.

Como es natural, cuando se volvió patente que el fenómeno de la izquierda católica radical es universal, a muchos de los fundadores o dirigentes de tales grupos ciertamente pareció que el campo propicio que habían encontrado en los Estados Unidos debía existir, por análogas razones, fuera de esa nación.

El problema pide un análisis más a fondo: rota la unidad de un pueblo en la Fe, nacen las más variadas y absurdas sectas

De hecho, es necesario analizar más a fondo el problema, pues el mismo es mucho más profundo que lo que puede suponer el hombre de la calle. De un lado, es indiscutible que, siempre que se rompieron gravemente en algún lugar la unidad religiosa, la certeza del pueblo en las verdades de la Fe y el acatamiento a la respectiva Jerarquía, a la larga terminaron proliferando las más variadas y absurdas sectas, siguiendo la imaginación de algunos “iluminados”, o las iniciativas de aventureros o negociantes.

Así sucedió, por ejemplo, en Rusia después del Cisma de Oriente: contra lo que mucha gente cree, esas enormes extensiones no quedaron transformadas en campo exclusivo de la Iglesia Cismática —que a sí misma se llama “Ortodoxa”— sino que fue disputado por la misma, hasta la subida del comunismo, con incontables y a veces grotescas y chocantes sectas que pululaban de un extremo al otro del Imperio Zarista. Además, por causa de esas disensiones, los cismáticos no tuvieron convicciones, fuerza ni unidad para resistir adecuadamente la ofensiva mahometana en el Turquestán ni, mucho menos, poseyeron energía después para reconquistar el terreno perdido.

En el protestantismo, el libre examen y el rechazo del espíritu jerárquico produjeron incontables sectas

Asimismo, durante la Pseudo-Reforma Protestante fueron numerosos los líderes que se sublevaron contra Roma, no para constituir un bloque religioso compacto, sino para formar un conjunto heterogéneo de diferentes sectas, que se fueron subdividiendo incesantemente a lo largo de los años y de los siglos, hasta sumar, en la actualidad, algunos cientos de miles.

¿Por qué? Simplemente porque el libre examen y la negación, en diversos grados, de la jerarquía, rompieron en una gran parte de Europa la certeza que antes imperaba en casi toda ella en el primado de Pedro, en la unidad del Magisterio, en la interpretación oficial de las Sagradas Escrituras, en una palabra, en la Verdad de la Santa Iglesia. Y el fruto de tal rompimiento no podía ser otro que la anarquía religiosa, a no ser que las poblaciones volviesen maciza y enteramente a la verdadera Fe y aceptasen todas las consecuencias de ese retorno.

Esa especie de anarquía religiosa, por la cual cada uno se atribuía el derecho de afirmar cualquier disparate en nombre de su religión, con tal que no lesionase de inmediato los derechos ajenos, pasó rápidamente a Norteamérica, que vive sumergida en ella desde hace varios siglos.

El absolutismo de los príncipes redundó en un relativismo en materia religiosa

Habitualmente, en la historia de la Iglesia, siempre que estalló una herejía o un cisma, las más altas autoridades eclesiásticas reprobaron y refutaron a sus fautores, excomulgándolos cuando se mostraron pertinaces. Cumplían así con el precepto evangélico: “Si tu mano es para tí ocasión de pecado, córtatela, pues es mejor para tí que entres con una sola mano en la vida, que con las dos ir al infierno” (Mc. 9, 43); así mantenían la pureza de la doctrina y procuraban proteger a las almas de los fieles del mal que el error les produciría.

Así sucedió, como es sabido, con el protestantismo, el cual fue condenado en repetidas ocasiones, tantas cuantas fue necesario para impedir su expansión y para impulsar la reconquista para la Fe de las naciones que habían sido perdidas. Sin embargo, por causa del absolutismo que nacía como subproducto del espíritu renacentista, lo que quedó claro en el ámbito religioso no tuvo todas las consecuencias necesarias en el terreno temporal.

De ese modo, los príncipes del Sacro Imperio —en cuyo territorio habían surgido la mayoría de los gérmenes del protestantismo— se preocuparon en muchos casos más con su poder que con la Santa Iglesia, pactaron entre sí la singular norma “cujus regus ejus religio”, con la cual imaginaban solucionar la crisis religiosa de Europa y evitar las guerras consiguientes; cada nación tendría en lo sucesivo como religión aquella profesada por su príncipe, lo cual tenía un claro sabor relativista.

El anquilosamiento del protestantismo clásico favoreció el surgimiento de sectas de estilo no convencional

De entonces para acá, cabe decir —sin ánimo de ofender a nadie, pero para describir exactamente lo sucedido— las iglesias protestantes originales se anquilosaron y perdieron, gradual pero inexorablemente, su dinamismo y su fuerza de expansión. Y, pari passu —al calor del libre examen, del espíritu de rebeldía y de la consecuente negación de la jerarquía, que ellas habían sembrado— fueron surgiendo otras sectas, producidas por el fraccionamiento de las primeras y que se alimentaban de los disidentes de las mismas o de desechos de la sociedad, las cuales, las más de las veces, tenían su vida circunscrita al arrabal de una ciudad.

Entonces aconteció algo semejante a lo que se verifica cuando se descomponen los cadáveres, ocasión en que surgen sucesivas clases —y cada vez más degradadas— de gusanos que se disputan los restos y se devoran entre sí, hasta que, por así decir, desaparece la materia orgánica por ellos asimilable. Así, surgieron a torrentes las sectas extravagantes que, con respuestas enfáticas, irracionales y simplistas, ora con ritos meramente sensibleros o incluso frenéticos, ora casi sin rito alguno, a veces con un exagerado rigorismo moral, y a veces con un relajamiento extremo, tratan de conquistar adeptos, aunque sea primordial o únicamente en las clases inferiores y menos cultas de la sociedad.

Una gran oportunidad perdida para el apostolado católico

En el plano religioso, ¿qué habría sucedido si no hubiese estallado la crisis interna en la Santa Iglesia, que a tantos apartó de Ella, y que a tantos otros, que estaban lejos, los mantuvo en esa condición? Simplemente, con la decadencia evidente de quienes se habían alejado de la verdadera Fe —o sea, el estancamiento de unos y la extravagancia grotesca de otros— la belleza incomparable de la Esposa de Cristo habría ido resplandeciendo cada vez más, en contraste con lo que hay fuera de Ella, de tal forma que Esta habría reconquistado gradualmente a muchísimos de los hijos pródigos y dispersos, y en todo caso a los que tienen índole recta y buena fe.

Por el contrario, lo que sucedió fue que, con la aludida crisis, que nubla los ojos de tantos hombres de hoy y les dificulta ver la grandeza de la Iglesia Católica —porque se interponen las actitudes incomprensibles de algunos clérigos “de avanzada”— esas almas continúan lejos. Más lamentable aún, algunos de los que están dentro, perplejos por causa de la misma crisis, terminan saliendo de Ella, quizá adhiriendo a alguna secta y dándole a ésta alguna apariencia de vida, que de suyo de ninguna forma podría tener.

Una distinción singular:
entre los protestantes “históricos” y los que no lo son

En esa situación, algunas prominentes autoridades católicas, preocupadas por las deserciones —formales o no— de los fieles, en ilegítimo beneficio de las sectas, quisieron resolver el problema que las mismas les significaban, pero sin volver atrás en materia de relativismo ecumenista. Para ello, juzgaron conveniente hacer una distinción entre las que llamaron “iglesias históricas” —o sea, las nacidas en los años del estallido protestante, o antes— y las surgidas en nuestros días, manifestando cordialidad con las primeras y hostilidad hacia las segundas. Con ello imaginaban disminuir la expansión de aquellas que en la actualidad están progresando, dando muchas razones para que el público se apartara de las mismas, pero omitiendo lo fundamental: que únicamente la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, fundada por el Verbo de Dios Encarnado, es Arca de Salvación y Puerta del Cielo.

La mencionada distinción, de tan artificial, no resiste análisis alguno, simplemente porque el tiempo no confiere legitimidad a los errores, ni la novedad quitaría derechos a la Verdad; la propia historia del Cristianismo es una prueba. Además, lo que Lutero afirmó y que sus seguidores aún mantienen, por ejemplo, no es hoy más aceptable que hace cinco siglos. Y lo que dice cualquier secta fundada ahora en un pueblo joven, merecerá el mismo juicio hoy o dentro de doscientos años, mientras mantenga su doctrina y demás características.

No basta la supervivencia de las creencias para conferir validez ni respetabilidad a las mismas

Es incomprensible, pues, que se imagine una especie de usucapión para asuntos de doctrina o de conciencia: que la creencia que haya sobrevivido un siglo, digamos, adquiera derechos o respetabilidad por esa sola circunstancia; o que los mismos derechos les sean negados a otra creencia por la mera razón de constituir una novedad. De igual forma, la cantidad de seguidores no es argumento a favor ni en contra de ningún credo, por análogo motivo a aquel por el cual las estadísticas sobre personas enfermas y sanas no son criterio para definir qué es la buena salud.

Se trata, en consecuencia, de una especie de defensa del statu quo, de hace veinte o treinta años; que cada iglesia se quede donde está, sin invadir “terreno ajeno”, o sea, sin procurar convertir a los seguidores de las otras, o a quienes éstas consideran tales. En otros términos, sin “hacerse competencia”. Lo anterior, por un convenio entre las llamadas “iglesias históricas” y en contra de las que no reciben ese calificativo. Algo sorprendentemente parecido al “cujus regus ejus religio” de hace cinco siglos, sólo que ahora no impuesto por la fuerza de las armas del poder temporal, sino por un acuerdo entre las varias “jerarquías”.

Si en el comercio son censurables los oligopolios, a fortiori en materia religiosa

En el comercio, muchas veces sucede algo así: son los oligopolios, cuyos miembros se reparten el mercado, y combaten drásticamente a quienes no respetan el convenio, sea que formen parte del mismo, sea que, por deseo propio o no, estén al margen de él. Y los medios usados no son precisamente persuasivos...

Naturalmente, hay numerosas preguntas que surgen: de un lado, ¿qué sucederá con los principios de la Fe, con las doctrinas, en un acuerdo de esa especie? ¡Porque si, para algunos, esto es lo de menos, para otros no lo es! De otro lado, ¿cambiaría en algo la situación por causa de un acuerdo entre las “iglesias históricas”, la mayoría de las cuales perdieron su empuje, en contra de las sectas que, al menos por el momento y consideradas en conjunto, aparentemente lo conservan?

¿O la solución del problema será encomendada al poder temporal, con o sin el auxilio de los medios de comunicación?

¿O la solución imaginada por algunos consistirá en pedir auxilio al poder temporal, de modo que el Estado laico —o sea, que oficialmente prescinde de los asuntos religiosos y no entiende de los mismos— se convierta en juez y policía en materia religiosa, bajo los estímulos o dictámenes de los grandes medios de prensa?

¿O el remedio que se desea consistirá en que los mismos medios de comunicación —modelos de religiosidad y moralidad, como es sabido...— que con tanta frecuencia se arrogan cualidades de jueces y policías, tomen a su cargo orientar a este respecto a la opinión pública, “canonizando” o “excomulgando” movimientos a su antojo, dependiendo de sus criterios, conocidos o no?

Tal “solución” puede parecer atractiva a algunas personas en la actualidad, cuando “sectas” extrañas en los Estados Unidos y Japón, por ejemplo, aparentemente lanzaron gravísimos ataques terroristas, cuando otros grupos de índole misteriosa y tenebrosa protagonizaron suicidios en masa, se dejaron someter hasta un extremo inimaginable por líderes feroces o se habituaron a ritos incomprensibles y monstruosos.

La crisis de la Santa Iglesia está en la raíz de las causas del alud de las sectas

En realidad, lo más probable es que, por esos caminos, se causara daños mucho mayores que los que se pudiera evitar, pues los males del alma no se curan simplemente con resoluciones administrativas. Para resolver el problema de las sectas es preciso, como preliminar, reconocer que uno de los factores principales para producirlas es que numerosos sacerdotes y no pocos Prelados se obstinan en tratar temas que no les corresponden.

Así, muchos clérigos hablan de economía, sociología, sexología, genética, ecología, etnología, psiquiatría, agricultura, antropología, etc., como si todo esto tuviese más importancia que las verdades de la Fe, la vida espiritual y las materias estrictamente morales. Y no hablan, o lo hacen sin convicción, de los temas relativos a Dios y a la salvación de las almas.

Muchas veces, además, tales clérigos se refieren a las materias profanas para repetir lo que afirman autores ajenos a la Santa Iglesia o gravemente contrarios a Ella, como Marx, Freud, Sartre o Levy-Strauss, o para referirse a asuntos eminentemente técnicos, en los cuales no tienen y no están llamados a tener, en cuanto Ministros de Dios, competencia alguna, como, por ejemplo, la deuda externa o la conservación del medio ambiente.

En otras ocasiones hacen una mezcolanza arbitraria y enfática entre doctrina y moral, de un lado, y asuntos profanos, de otro, presentando sus propias y discutibles opiniones a propósito de estos últimos con más calor que el puesto en los temas trascendentes, exigiendo a los fieles adhesión, como si, en esas condiciones, ésta fuese un verdadero imperativo de conciencia para los católicos contemporáneos. Y a veces transforman tales opiniones en punto de convergencia con las religiones protestantes “históricas”, dando la impresión de que ésas son las únicas materias a que dan importancia.

Para apartar de las sectas a los incautos, éstos deben volver a ver en la Iglesia la única Arca de Salvación y Puerta del Cielo

Así, no es de extrañar que algunos fieles se vayan apartando insensiblemente de la vida de la Iglesia y terminen dejándose engañar o deslumbrar por quienes sí hablan de Dios, de oración, de la moral, de la conversión, de la salvación y del pecado —aunque de hecho sean muchas veces meros comerciantes o aventureros.

Para precaver contra unos y otros a la feligresía, no basta con descalificar a alguna secta que parezca prosperar, o a todas ellas en conjunto; es preciso que la opinión pública, y cada alma en particular, vuelvan a oír a los Pastores de la Santa Iglesia decir, con la Fe que mueve montañas, aquello que nunca debieron callar: que únicamente Ella es Arca de Salvación y Puerta del Cielo.

Es duro decirlo, pero, hace veinte siglos, el Divino Salvador planteó un problema que tendrá validez por todos los tiempos —y que en nuestros días asume una dimensión trágica, casi apocalíptica— cuando dijo a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra, pero cuando la sal ya no sala, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve sino para tirarla al camino para que los transeúntes la pisen” (Mt. 5, 13).

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En realidad, para la acción de la gracia no hay problema insoluble, pero para la solución del mismo es necesario que se lo vea de frente —a lo cual queremos ayudar, sin pretensiones, con las presentes líneas— para luego pedir la ayuda de la Divina Providencia, por la mediación de María Santísima. Ella concederá a sus hijos todos los favores que le pidan, máxime si es en interés de la Iglesia y para gloria de Ella y de la Civilización Cristiana.