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Las modas en la iglesia: licitud del juicio moral de terceros
Muchos católicos ya no saben cosas básicas. No sé qué hacer para cambiar eso. Esas ropas que están de moda —mejor diría mundanas— ¡Dios mío, misericordia! Un día vi a una mujer recibiendo la Comunión con la espalda descubierta, jovencitas con blusas diminutas mostrando el abdomen. Nuestro Señor dijo: “No juzguéis y no seréis juzgados”. ¿Es lícito juzgarlas?
Las modas descritas en la pregunta anterior son inmorales y deben ser reprobadas sólo por ese motivo, pero aún mucho más si las personas así (des) vestidas van a recibir a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. ¡Es una profanación! ¿Qué hacer para cambiar eso? En una civilización católica, en que la observancia de los Mandamientos era la regla general en la mayoría de las personas, la inocencia de la infancia se proyectaba a fondo en la adolescencia hasta la madurez, y llegaba muchas veces íntegra hasta la edad adulta. En el ambiente de pureza que así se respiraba, el pudor con que Dios dota naturalmente al alma humana —pudor éste, además, sobrenaturalizado por la gracia del bautismo— lo protegía de modo que resguardara el cuerpo de toda forma de exposición que violase las conveniencias de la moralidad. Lamentablemente, ese ambiente puro y sacralizado se perdió con la modernidad, más aún en los días actuales, en que los niños son sometidos prácticamente desde la cuna a la influencia de la “niñera electrónica” (como muy adecuadamente se ha denominado a la televisión). En consecuencia, el pudor es arrancado del alma de la criatura y, salvo un milagro de la gracia, la mayoría de las personas pierde desde muy tierna edad casi todo sentido de moralidad en lo que se refiere a los trajes, a los modos de relacionarse con las personas de otro sexo, etc. Así, hasta para recibir a Nuestro Señor Sacramentado las personas se presentan indebidamente vestidas.
No basta pues, como se hacía antiguamente —cuando ese proceso de quiebra del pudor aún estaba en el comienzo— colocar un letrero en la puerta de la iglesia advirtiendo a las damas y señoritas contra los trajes moralmente inconvenientes. Como la grandísima mayoría de ellas, por haber perdido la inocencia perdió la noción de lo que sea “moralmente conveniente”, un cartel de ese tipo tendría hoy un efecto muy reducido. ¿Qué hacer, entonces? Está claro que la mayor obligación reside en el Clero, que debe predicar “a tiempo y a destiempo”, como dice San Pablo: “Predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella, reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina” (cf. 2 Tim. 4, 2). Pero también los laicos, en el ámbito de su influencia sobre todo familiar, y si fuera posible articulándose con amigos del mismo parecer, deben recordar la gravedad de la buena doctrina moral, porque muchas veces Dios espera la fidelidad y resistencia inquebrantable de unos pocos para sacudir a toda la humanidad y traerla de regreso al buen camino. El hecho es que el problema exige un género de actuación que modifique los presupuestos morales de la propia sociedad moderna. Lo cual no se conseguirá sin una movilización de gran envergadura, que articule a los católicos que se mantuvieron inmunes a los asaltos de la inmoralidad y los empeñe en una verdadera cruzada contra los factores que crearon la presente situación. “Es todo un mundo que es necesario reconstruir desde sus fundamentos”, proclamaba el Papa Pío XII a mediados del siglo pasado. ¿Qué decir de lo que existe hoy? Recemos por la Santa Iglesia, recordando y parafraseando las palabras del centurión en el Evangelio: “Señor, decid una sola palabra” y la moralidad será salvada.
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