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«Tesoros de la Fe» Nº 111

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La Encarnación

del Verbo de Dios


Llegó, pues, el dichoso día en que despreciando el Altísimo los largos siglos de tan pesada ignorancia, determinó manifestarse a los hombres, y dar principio a la redención del linaje humano, tomando su naturaleza en las entrañas de María Santísima.­

Y al tiempo de descender a sus virginales entrañas el Unigénito del Padre, se conmovieron los cielos y todas las criaturas. No conocieron los mortales esta conmoción y novedad de todas las criaturas, porque el mismo Señor quiso que sólo fuese manifiesta a los ángeles, que con nueva admiración le alabaron, conociendo tan ocultos como venerables misterios escondidos a los hombres, que estaban lejos de tales maravillas y beneficios admirables para los mismos espíritus angélicos, a quienes por entonces solos se remitía el dar gloria, alabanza y veneración por ellos a su Hacedor. Sólo en el corazón de algunos justos infundió el Altísimo en aquella hora un nuevo movimiento e influjo de extraordinario júbilo, a cuyo sentimiento atendieron todos, y fueron conmovidos a atención, formaron nuevos y grandes conceptos del Señor; y algunos fueron inspirados, sospechando si aquella novedad que sentían era efecto de la venida del Mesías a redimir el mundo, pero todos allaron, porque cada cual imaginaba que sólo él había tenido aquella novedad y pensamiento, disponiéndolo así el poder divino.


En las demás criaturas hubo también su renovación y mudanza. Las aves se movieron con cantos y alborozo extraordinario; las plantas y los árboles se mejoraron en sus frutos y fragancia; y respectivamente todas las demás criaturas sintieron o recibieron alguna oculta vivificación y mudanza. Pero quien la recibió mayor, fueron los padres y santos que estaban en el limbo, a donde fue enviado el arcángel San Miguel para que les diese tan alegres nuevas, y con ellas los consoló y dejó llenos de júbilo y nuevas alabanzas. Sólo para el infierno hubo nuevo pesar y dolor; porque al descender el Verbo eterno de las alturas sintieron los demonios una fuerza impetuosa del poder divino, que les sobrevino como las olas del mar, y dio con todos ellos en lo más profundo de aquellas cavernas tenebrosas, sin poderlo resistir ni levantarse. Y después que lo permitió la voluntad divina, salieron al mundo y discurrieron por él, inquiriendo si había alguna novedad a que atribuir la que en sí mismos habían sentido; pero no pudieron rastrear la causa, aunque hicieron algunas juntas para conferirla; porque el poder divino les ocultó el sacramento de su Encarnación, y el modo de concebir María Santísima al Verbo humanado, y sólo en la muerte y en la Cruz acabaron de conocer que Cristo era Dios y hombre verdadero.

Para ejecutar el Altísimo este misterio entró el santo arcángel Gabriel en el oratorio donde estaba rezando María Santísima, acompañado de innumerables ángeles en forma humana visible y respectivamente todos refulgentes con incomparable hermosura. Le vio la divina Princesa de los cielos y le miró con suma modestia y templanza, no más de lo que bastaba para reconocerle por ángel del Señor, y conociéndole, con su acostumbrada humildad quiso hacerle reverencia; no lo consintió el santo Príncipe, antes él la hizo profundamente como a su Reina y Señora, en quien adoraba los divinos misterios de su Creador, y junto con eso reconocía que ya desde aquel día se mudaban los antiguos tiempos y costumbre de que los hombres adorasen a los ángeles, como lo hizo Abraham (cf. Gén. 18, 2), porque levantada la naturaleza humana a la dignidad del mismo Dios en la persona del Verbo, ya quedaban los hombres adoptados por hijos suyos y compañeros o hermanos de los mismos ángeles, como se lo dijo al evangelista San Juan el que no le consintió adoración (cf. Ap. 19, 10).

Saludó el santo arcángel a nuestra Reina y suya, y le dijo: Ave gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus – “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres” (Lc. 1, 28). Se turbó sin alteración la más humilde de las criaturas, oyendo esta nueva salutación del ángel. Y la turbación tuvo en ella dos causas: la una, su profunda humildad con que se reputaba por inferior a todos los mortales, y oyendo, al mismo tiempo que juzgaba de sí tan bajamente, saludarla y llamarla bendita entre todas las mujeres, le causó novedad. La segunda causa fue que, al mismo tiempo cuando oyó la salutación y la confería en su pecho como la iba oyendo, tuvo inteligencia del Señor que la elegía para Madre suya, y esto la turbó mucho más, por el concepto que de sí tenía formado. Y por esta turbación prosiguió el ángel declarándole la orden del Señor y diciéndole: No temas, María, porque hallaste gracia con el Señor; advierte que concebirás un hijo en tu vientre y le darás a luz y le pondrás por nombre Jesús; será grande y será llamado Hijo del Altísimo

La venerable María Jesús de Ágreda


Sola nuestra prudentísima y humilde Reina pudo entre las puras criaturas dar la ponderación y magnificencia debida a tan nuevo y singular sacramento, y como conoció su grandeza, dignamente se admiró y turbó. Pero volvió su corazón humilde al Señor, que no podía negarle sus peticiones, y en su secreto le pidió nueva luz y asistencia para gobernarse en tan arduo negocio; porque la dejó el Altísimo para obrar este misterio en el estado común de la fe, esperanza y caridad, suspendiendo otros géneros de favores y elevaciones interiores que frecuente o continuamente recibía. En esta disposición replicó y dijo a San Gabriel lo que prosigue San Lucas: ¿Cómo ha de ser esto de concebir y parir hijo, porque ni conozco varón ni lo puedo conocer? Al mismo tiempo representaba en su interior al Señor el voto de castidad que había hecho y el desposorio que Su Majestad había celebrado con ella.

Informó el embajador del cielo a María Santísima con la noticia de las antiguas promesas y profecías de la Escritura y con la fe y conocimiento de ellas y del poder infinito del Altísimo.

Las obras que se quedan dentro del mismo Dios no necesitan de la cooperación de criaturas, que no pueden tener parte en ellas, ni Dios puede esperarlas para obrar ad intra; pero en las obras ad extra contingentes, entre las cuales la mayor y más excelente fue hacerse hombre, no la quiso ejecutar sin la cooperación de María Santísima y sin que ella diese su libre consentimiento; para que con ella y por ella diese este complemento a todas sus obras, que sacó a luz fuera de sí mismo, para que le debiésemos este beneficio a la Madre de la sabiduría y nuestra Reparadora.

Consideró y penetró profundamente esta gran Señora el campo tan espacioso de la dignidad de Madre de Dios para comprarle con un fiat. Entendió las sendas de sus ocultos beneficios, se adornó de fortaleza y de hermosura; y habiendo conferido consigo misma y con el paraninfo Gabriel la grandeza de tan altos y divinos sacramentos, estando muy capaz de la embajada que recibía, fue su purísimo espíritu absorto y elevado en admiración, reverencia y sumo intensísimo amor del mismo Dios; y con la fuerza de estos movimientos y afectos soberanos, como con efecto connatural de ellos, fue su castísimo corazón casi prensado y comprimido con una fuerza que le hizo destilar tres gotas de su purísima sangre y, puestas en el natural lugar para la concepción del cuerpo de Cristo Señor nuestro, fue formado de ellas por la virtud del divino y Santo Espíritu; de suerte que la materia de que se fabricó la humanidad santísima del Verbo para nuestra redención, la dio y administró el Corazón de María purísima a fuerza de amor, real y verdaderamente. Y al mismo tiempo con la humildad nunca harto encarecida, inclinando un poco la cabeza y juntas las manos, pronunció aquellas palabras que fueron el principio de nuestra reparación: Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum – “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38).

Al pronunciar este fiat tan dulce para los oídos de Dios y tan feliz para nosotros, en un instante se obraron cuatro cosas: la primera, formarse el cuerpo santísimo de Cristo Señor nuestro de aquellas tres gotas de sangre que administró el corazón de María Santísima; la segunda, ser creada el alma santísima del mismo Señor; la tercera, unirse el alma y cuerpo y componer su humanidad perfectísima; la cuarta, unirse la divinidad­ en la persona del Verbo con la humanidad, que con ella unida hipostáticamente hizo la encarnación, y fue formado Cristo Dios y hombre verdadero, Señor y Redentor nuestro.     



  




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