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«Tesoros de la Fe» Nº 239

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El Paraíso Celestial

El libro “Preparación para la muerte”,* trata también del último de los Novísimos, es decir, del Paraíso Celestial, a donde van las almas de los justos después de su purificación en el Purgatorio, o directamente, a causa del martirio o de una notable santidad. La existencia del Cielo es igualmente un dogma de fe.

San Alfonso María de Ligorio

Luego que el alma haya entrado en el gozo del Señor, se verá libre de toda aflicción.

En el Cielo no se padecen enfermedades, pobreza, ni incomodidades; se desconoce allí la transición del día a la noche, del calor al frío; allí no hay más que un día eterno e inalterable, una continua primavera, siempre amena y siempre deleitosa; allí no se conoce ni la envidia ni las persecuciones; en aquel reino del amor todos se aman con ternura, y cada cual goza del bien del otro, como si fuera propio; allí no hay temores, porque el alma confirmada en gracia no puede pecar ni perder a Dios.

En el Cielo todo es nuevo, todo satisface, todo consuela. La vista se recreará contemplando aquella ciudad de perfecta e inimitable belleza. Espectáculo encantador sería para nosotros visitar una ciudad cuyas calles tuvieran pavimentos de cristal, y los palacios de plata maciza estuvieran cubiertos con placas de oro purísimo, y colgadas sus paredes con guirnaldas de flores. Pero mucho más hermosa y encantadora es la ciudad del paraíso.

Diversos testigos declararon haber visto a san Martín de Porres elevado del suelo, en oración y como que abrazado al Santo Cristo del Capítulo.

¡Qué será ver a todos los moradores del Cielo vestidos con mantos de púrpura regia, pues todos son reyes, según la expresión de san Agustín!

¡Qué será contemplar a la Virgen María, Ella sola más hermosa que todo el paraíso!

¡Qué será, sobre todo, ver al Cordero de Dios, a Jesucristo, Esposo de nuestras almas, si santa Teresa quedó maravillada de tanta belleza con solo ver una mano del divino Redentor!

El olfato será plenamente saciado con riquísimos perfumes, pero perfumes del paraíso; y el oído será eternamente recreado con celestiales melodías.

Si san Francisco de Asís creyó morir de puro gozo al oír cierto día unas notas arrancadas de un violín por manos de un ángel, ¿qué será oír a los ángeles y santos cantar en coro las alabanzas de Dios? ¿Qué será escuchar a María que alaba a Dios?

La voz de María en el Cielo —dice san Francisco de Sales— será como el canto del ruiseñor en el bosque, que supera al gorjeo de todos los pajarillos que pían en la enramada.

En una palabra, en el Cielo habrá todas las delicias que puedan desearse.

Pero todos estos deleites juntos solo constituyen la menor parte de los bienes de la gloria. Dios es la verdadera alegría del Paraíso, el verdadero y sumo Bien. Todo lo que esperamos —dice san Agustín— está encerrado en esta sola palabra: Dios. La recompensa que Dios promete a los suyos no consiste en gozar solamente de la belleza, de las armonías y de los demás inefables deleites de aquella ciudad venturosa; la principal recompensa es el mismo Dios, esto es: amarle y contemplarle cara a cara.

Dice san Agustín que si Dios dejase ver su rostro a los condenados el infierno se convertiría en un momento en delicioso paraíso. Y añade el santo, que si se diese a escoger al alma que sale de este mundo entre ver a Dios y vivir sepultada en las llamas del infierno, o bien no verle y quedar libre de aquellos tormentos, escogería las penas del infierno con tal de ver a Dios.

Mientras vivimos en este destierro no nos es posible comprender lo que quiere decir amar a Dios y verle cara a cara. Algo sin embargo podemos rastrear por lo que sabemos del amor divino. Tiene tantos encantos y atractivos que, aun en esta vida, llega a elevar sobre la tierra no solo a las almas sino también a los cuerpos de los santos.

 

* Consideración 29.



  




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