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Educación de la obediencia R.P. Raúl Plus SJ
El padre es el padre, y la madre es la madre. Cada uno tiene su misión; pero es necesario que ambas concuerden armónicamente. Conviene fijarse en esto, especialmente cuando se trata de ejercer la autoridad sobre los hijos. Al padre le compete la autoridad principal; la madre, que le está asociada, participa de tal autoridad. Ambos, en consecuencia, tienen el deber de gobernar conforme a su misión: el padre, de una manera, no ciertamente dura, pero sí enérgica; la madre, de una manera, no ciertamente floja, por cuanto debe exigir las mismas cosas con igual firmeza, pero sí más suave. La acción ha de ser común, armónica y coordinada, y dirigida al mismo fin. Es sumamente deplorable que, cuando el padre da una orden, la madre tolere la infracción de la misma. El padre debe evitar un rigor excesivo, una severidad desmedida, y, más aún, la violencia. La madre, a su vez, debe temer la debilidad, la insuficiente resistencia al lloriqueo del hijo y a sus pequeñas ficciones para esquivar un castigo o sustraerse a un deber. Debe temer, sobre todo, menoscabar la autoridad paterna, sea que se desacaten sus órdenes, sea que so pretexto de atenuar la severidad del padre se discutan sus decisiones. Debe recurrir al padre para lograr la mitigación necesaria cuando le parezca que las cosas se llevan demasiado lejos, y nunca debe resolver de por sí un caso en abierta oposición con la solución dada antes por él. De lo contrario, los hijos saben que les quedará el recurso de acudir a la mamá cuando el papá ordene algo, y fácilmente podrán pasar por alto la orden dada. Padre y madre pierden, así, su autoridad, con grave quebranto de ambos. Los hijos no deben advertir nunca el menor desacuerdo entre sus padres, ni en cuanto a ideas ni en cuanto a métodos de educación. De lo contrario, sobreviene la ruina de la obediencia. No se le prohíbe a ésta suavizar la ejecución de alguna orden dada por el padre, lo cual es cosa distinta. Pero en tal caso convendrá siempre justificar la conducta del padre, y no aparentar condenarla al modificar una decisión suya. Marido y mujer no hacen sino uno. Él es la fuerza, ella la suavidad; el resultado no ha de ser una oposición, sino una conjunción, la constitución de un solo ser colectivo, la pareja. Otro punto: conviene impedir que los hijos nos manden a nosotros. ¡Cuántos padres, y sobre todo cuántas madres, faltan a su misión! No se trata de mandar a tontas y a locas, sino de dar órdenes atinadas, y de no volver sobre un mandato dado. Mándese poco, que esto es indicio de una autoridad firme; pero exíjase puntualmente lo poco que se ha mandado, que esto es indicio de una autoridad fuerte. Evítese lo minucioso y lo molesto; úsese de una firmeza serena. El niño, que se deprime, no sin razón, ante una catarata desordenada de prescripciones que le llueven de todas partes, cede ante una suave pero inexorable exigencia. La sinceridad le vence, y la firmeza sin desmayos le inclina invenciblemente a rendirse.
* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 579-581.
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