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«Tesoros de la Fe» Nº 207

Cristo en el Hogar  [+]  Versión Imprimible
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El amor a los hijos

R.P. Raúl Plus SJ

Hay que amar mucho a los hijos: para consentir en tenerlos, para no molestarse con sus exigencias y, para llegar en ese cariño a lo sobrenatural.

No hay que molestarse con sus exigencias. Los pequeñitos carecen de defensa y no cuentan con medios para ella; necesitan que alguien acuda continuamente en su ayuda. ¡Dichoso quien los adivina! Las madres poseen el secreto de hacerlo. Grite, agítese y llore el hijo cuanto quiera. Todo niño de cuna es un revolucionario en ciernes. Se figura que las instituciones mejor organizadas deben rendirse a sus caprichos; y si no ve cumplidas sus órdenes, se pone a chillar y trastorna la casa entera.

Añádase que ya nace malicioso. Pronto descubre los procedimientos seguros para lograr lo que quiere. No es eso raciocinio, sino intuición. Tal gesto, tal actitud producen el resultado apetecido; tal otro modo de obrar es inoperante. No hallaríamos una lógica más ingenua.

Ni un orgullo más ingenuo. Se considera como centro de la familia, y no se recata de ello; es un verdadero monarca. El papá y la mamá, los hermanitos y las hermanitas son los personajes que integran su corte, atentos todos a sus mil veleidades. En recompensa distribuye multiplicadas sonrisas.

Más tarde necesitará jugar, saltar, correr; romper algo será para él un placer, como lo será el sentarse para escuchar un cuento. La niña será absorbida por los cuidados dispensados a su muñeca. El niño juega a soldados y locomotoras.

Hay que tolerar serenamente sus travesuras, sin renunciar a un juicioso adiestramiento, preludio de una educación juiciosa. Cuando los niños crezcan, se ha de tolerar que armen bulla, que sean curiosos, que quieran tocarlo todo, sin perjuicio de moderar los movimientos y el ruido cuándo y dónde convenga y de explicarles lo que puede hacerse y lo que se debe evitar.

*     *     *

Amen a los hijos no solo por su natural encanto, sino por unos motivos más elevados y propiamente divinos. “Yo amo mucho a mis hijos”, exclaman a porfía los padres, y sobre todo las madres. Uno se siente a veces con ganas de decirles: “Ámenlos un poquito menos, pero ámenlos un poquito mejor”. O bien —puesto que nunca se ama demasiado, pero se puede amar mal—: “Ámenlos cuanto puedan, pero no por ustedes, sino por ellos.

Por ellos, no cedan a sus caprichos, no se empeñen en ahorrarles el menor esfuerzo, no los consideren como unos pequeños ídolos, no les enseñen desde la más tierna edad el orgullo y la vanidad.

Por ellos, reparen siempre en aquello que puede causarles daño; y no solo en lo que conviene al cuerpo, sino también en lo que atañe a los intereses así inmediatos como mediatos de su alma.

Por ellos, finalmente, hagan esfuerzos por descubrir a través de la silueta humana de cada uno de esos bautizados a la Santísima Trinidad, que en ellos reside, y la imagen de Jesucristo, no teniendo otra mira que una formación completa, a propósito para hacer de ellos unos templos verdaderamente sagrados del Señor, unas auténticas prolongaciones de Jesucristo.

Mientras la “ideología de género” no tome cuenta de las mentes, las niñas seguirán siendo absorbidas por los cuidados que dispensen a sus muñecas.

Las hijas de Edward Darley Boit (detalle), John Singer Sargent, 1882 – Óleo sobre lienzo, Museo de Bellas Artes, Boston.

 

* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 567-569.



  




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